Hablar por hablar

Foto: Patricia García Garrido

Foto: Patricia García Garrido

Cuando hablamos de diferencias culturales  la comunicación, sin duda, tiene un papel protagonista. Incluso dentro de una misma cultura hay miles de cuestiones curiosas a las que debemos de prestar atención. Si, además, la comunicación es internacional e intercultural, nos encontramos con muchas más; desde grandes malentendidos que pueden ocasionar muchos problemas, hasta situaciones que afortunadamente nos hacen reír.

Una de las diferencias más notorias en el tipo de comunicación es lo directo o indirecto que se presenta el mensaje que queremos trasmitir. Mientras que en países del norte de Europa como Holanda, Alemania o Dinamarca un es un y un no es un no y no hay lugar a dudas, en España un no sin más, ante una invitación a cenar por ejemplo, nos parece un tanto abrupto y preferimos utilizar otras fórmulas con la idea de no herir los sentimientos ajenos.

El famoso antropólogo Edward T. Hall habla de culturas de bajo y alto contexto. La comunicación en las culturas de bajo contexto suele ser específica, detallada y precisa. Las instrucciones y explicaciones se dan por escrito y el mensaje se presenta claro y directo. Las culturas de alto contexto, sin embargo, son menos directas y ponen más énfasis en las relaciones humanas. Muchos contratos son verbales y se basan en la confianza mutua.

España es, más bien, una cultura de alto contexto. Es decir, nuestros mensajes suelen estar más codificados que en las culturas nórdicas o anglo-sajonas.  Normalmente tenemos que leer entre líneas e interpretar las palabras de nuestro interlocutor, muchas veces a través del lenguaje no verbal. El peligro de este tipo de comunicación es que en ocasiones el mensaje no queda del todo claro. Para algunos extranjeros, sobre todo del norte de Europa, es casi una misión imposible intentar adivinar que está realmente queriendo decirle un español cuando le dice “a lo mejor”, “ya nos veremos” o “un día de estos”.

Ahí va una anécdota de un buen amigo durante su primer mes en España:

Septiembre de 1995, un estudiante Erasmus holandés entra en un bar del madrileño barrio de Ciudad Lineal. Después de casi una semana encerrado en un piso sin haberse relacionado prácticamente con nadie (más allá de la farmacéutica, el frutero o el cajero del banco) por fin conoce a unos españoles. Allí apoyados en la barra con los pies empapelados de servilletas: Luis, Miguel y Jose Antonio, tres madrileños de pura cepa (de esos que tienen, por ejemplo, padres asturianos, segovianos o zamoranos) charlan y se ríen a carcajadas. Nuestro amigo holandés aprovecha el despiste de unos de ellos, que olvida momentáneamente un jersey sobre un taburete, para entablar conversación.

—Así que holandés, ¿eh? ¿Con una beca de intercambio dices? —En aquel entonces el término Erasmus no se conocía mucho—. Pues mi hermano estuvo una vez en Ámsterdam —dice Miguel.

—Sí, qué bien. Yo soy de Maastricht, del sur, pero mi universidad es en el norte.

—¡Muy bien, tío! Y, ¿qué tomas?  ¿Caña? ¿O prefieres un tinto?

—¿Tinto? ¿Una Serveza, por favor?

—Pues eso, Manolo, ponle una caña al chaval, anda.

El holandés muy educadamente saca su cartera y se ofrece a pagar la ronda (eso es lo que le han dicho que hay que hacer en España; ofrecerse a pagar la ronda de todos).

—No, tío, no. Tú pagas otro día —le dice Luis.

Después de casi hora y media de conversación y varias cañas después, los españoles dicen que se van.

—Ah, gracias, lo paso muy bien. Otro día, otra vez, ¿sí?

—Sí, sí, claro, otro día.

—¿Viernes también?

—Sí, sí, los viernes. Todos los viernes.

—Ah, ¡qué bueno! ¿Tu teléfono es…?

—No hace falta, aquí estaremos tomando algo como siempre.

—Sí, tío, aquí estamos todos los viernes, fijo.

—¿A las 9 p.m.?

—Las 9 ó las 10…

—¡Ah, qué bueno!

Nuestro amigo holandés vuelve contento a su casa. ¡Ya tiene amigos españoles! El viernes siguiente se presenta en el bar a las nueve en punto. Espera hasta las 10:30, pero no pasa nada, nadie aparece por allí. Se va entre preocupado y decepcionado. ¿Habría entendido mal?

A la semana siguiente vuelve otra vez por si acaso. Ni rastro de los españoles. Ya ha pasado casi un mes y el holandés cada día se va adaptando más a la ciudad y a la cultura mientras aprende expresiones nuevas como «hablar por hablar». Empieza a relacionar ideas, se acuerda de sus amigos del bar y se ríe.

En la otra punta de Ciudad Lineal, jugando al futbolín en otro bar cualquiera, Luis le dice a José Antonio:

—Oye, qué majete el holandés del otro día ¿no?

— Sí, tío, muy simpático ¿por dónde andará? A ver si vamos a Ámsterdam a verle un día.

—Sí, tío, este verano, fijo.

Alto y bajo contexto

El mayor problema en la comunicación es la ilusión de que se ha logrado.

George Bernard Shaw (1856-1950) Escritor irlandés, ganador del Premio Nobel de literatura en 1925.

El tiempo, esa sustancia de la que está hecha la vida

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El tío Antonio vivía en un pequeño pueblo muy cerca de la frontera con Portugal con su mujer y sus cuatro hijos. Un día le dijo a su mujer que le gustaría llevarlos de excusión a la ciudad a visitar la catedral. La mujer, encantada con la idea, preparó una merienda con tortilla de patata, chorizo, panceta y pan recién hecho. Salieron con la intención de coger el tren que pasaba todos los días a las doce por la diminuta estación del pueblo. El tío Antonio, que no acostumbraba a llevar reloj (porque la luz del sol le bastaba para saber la hora aproximada), se puso en marcha a la estación con su familia y la merienda debajo del brazo.

De camino a la estación se encontró con su prima Margarita, que vivía en el pueblo de al lado y a la que no había visto desde el bautizo de su último hijo. Después de un gran abrazo y una larga conversación sobre las últimas noticias familiares se despidieron. Antonio y su familia siguieron su camino. Cuando llegaron a la estación, el tren ya había pasado hacía media hora. Un poco decepcionados, especialmente los niños que nunca habían estado en la ciudad, volvieron a casa y guardaron la merienda para el día siguiente que era domingo.

Por la mañana temprano, la mujer del tío Antonio preparó a sus hijos y se aseguró de que salieran con tiempo. Sin embargo, esta vez casi llegando a la estación se encontraron con su amigo, Paco, que insistió en invitarles a un vinito por la futura boda de su hija. El tío Antonio se vio incapaz de negarse, ya que de tan importante acontecimiento se trataba. Una vez más, cuando llegaron a la estación, se les había vuelto a escapar el tren. El domingo siguiente un amigo de la mili, al otro, un cuñado que vivía en el extranjero y el domingo de Pascua fue por la procesión que cruzaba el pueblo a medio día. Nada parecía permitir a Antonio y su familia llegar a tiempo a la estación.

En algunas culturas el concepto del tiempo es flexible. Las relaciones personales y familiares son mucho más importantes que aquello que se persigue o se pretende realizar. Las distracciones y las interrupciones se asumen como parte de la vida. Los planes se cambian fácilmente y bastante a menudo, sobre todo, si es por una cuestión relacionada con otras personas.

Esta forma de emplear el tiempo es difícil de entender para las culturas donde las tareas y los horarios son compromisos que hay que respetar. Ser impuntual o cambiar los planes sin una excusa razonable supone una gran falta de respeto hacia el otro. Se considera jugar con el tiempo y los quehaceres de los demás. En estas culturas las fechas límite para entregar trabajos, proyectos etc. son sagradas. En muchos casos el tiempo es dinero y malgastarlo es casi un pecado.

En algunos países del norte de Europa, por ejemplo, es fundamental llevar una agenda y planear bien todas las actividades y compromisos con los demás. Ya sea en la escuela, en el trabajo o incluso en las relaciones sociales, existe una garantía de que las cosas se harán a su tiempo y en el momento acordado.  Sólo es comprensible un cambio de planes debido a que una situación grave haya sucedido.  Edward T. Hall llama a estas culturas, donde el tiempo es tangible y las relaciones se subordinan a los planes, monocrónicas.

En las culturas policrónicas (también conocidas como sincrónicas, porque se hace muchas cosas a la vez) el tiempo es fluido y las tareas supeditadas a las relaciones personales. Simultanear actividades, permitir interrupciones a veces constantes o alargar reuniones sociales y de trabajo es bastante común. Uno en España, por ejemplo, sabe cuándo empieza una reunión familiar o una fiesta con amigos, pero nunca exactamente cuándo termina. En otras culturas, las invitaciones vienen con hora de comienzo y de fin, es decir, la duración está clara y los tiempos establecidos desde el principio. No es de extrañar que un holandés te invite amablemente a salir de su casa, cuando ha llegado la hora de terminar la velada, por muy bien que lo estéis pasando.

Es importante no caer en la tentación de juzgar cuál de las dos culturas es mejor en referencia al tiempo. Ambas tienen sus ventajas y sus desventajas. Las personas que provienen de culturas monocrónicas, donde el tiempo es más rígido, a veces disfrutan de la flexibilidad de horarios más relajados y planes que se organizan o cambian sobre la marcha. Los que vienen de culturas policrónicas, como suelen ser las mediterráneas, pueden apreciar el beneficio de hacer las cosas a tiempo y no malgastar horas en reuniones interminables y poco productivas (tiempo que luego a su vez se puede emplear para disfrutarlo con amigos o familia).

Una vez más se trata de conocer y entender el punto de vista del otro. Aunque no siempre se comparta, tenerlo en cuenta ayuda a establecer relaciones más sanas y conciliadoras entre culturas.

Si el tiempo es lo más caro, la pérdida de tiempo es el mayor de los derroches. 

Benjamin Franklin (1706- 1790)  Estadista y científico estadounidense

Afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar.  

Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) Dramaturgo y poeta español.

¿Una sopa fría de tomate?

El mes pasado Juan y Arturo viajaron a México y fueron a un restaurante que eligieron al azar. Arturo pidió la carta y le preguntó al camarero qué era eso del pozole. El pozole, le explicaron, es una especie de sopa hecha a base de granos de maíz que también lleva pollo o carne de cerdo. No estaba muy convencido del maíz en la sopa, pero estaba dispuesto a probarlo. Juan dijo sin mirar a la carta que quería un gazpacho y unas croquetas de jamón. El camarero armándose de paciencia dijo:

 – ¿Cómo? ¿Una sopa fría de tomate?… Ah, entiendo, ¿quiere un jugo de tomate?

– No, no, no quiero zumo, quiero gazpacho- trató de explicarle Juan.

Después de 20 minutos y muchas explicaciones, Juan desesperado accedió a unos tacos al pastor, pero salió enfadado y frustrado del restaurante porque “por lo menos le podían haber puesto las croquetas”. Arturo se comió el pozole y la mitad de los tacos al pastor de Juan mientras trataba de explicarle a su amigo que en México no se tomaba ni gazpacho, ni croquetas.

En psicología se habla de cuatro fases o etapas del aprendizaje. Juan se encuentra al llegar a México en la primera. Es lo que llaman un incompetente inconsciente (culturalmente hablando en este caso).  No sabe nada de la comida mexicana, pero tampoco se da cuenta de que no lo sabe y se enfada porque no entiende por qué los mexicanos no le sirven lo que quiere. Con la ayuda de Arturo va entrando a lo largo del viaje en la segunda fase y se convierte en un incompetente consciente. Es decir, empieza a comprender que se está perdiendo algo. Sin embargo, Arturo ya en la tercera fase, es un competente consciente, entiende que la comida allí es diferente y se anima a probarla.

En lo que respecta a la competencia intercultural hay gente que todavía se encuentra en la primera etapa y me imagino que probablemente nunca leerán estas líneas, porque no son conscientes de las diferencias culturales; creerán que no les incumben. Quizá vivan en un entorno muy homogéneo donde la gente que les rodea hace las cosas más o menos como las harían ellos. Una gran parte de la población fluctuamos entre el segundo o el tercer grupo.  Empezamos a ser conscientes de que existen diferencias e intentamos lidiar con ellas, unas veces con más éxito que otras. Es decir, somos competentes o incompetentes en ocasiones, pero somos conscientes de nuestras limitaciones.

A la cuarta fase, la competencia inconsciente, sólo suelen llegar aquellos que han experimentado mucho otra u otras culturas. Por ejemplo, los niños que comparten clase con compañeros de otros países y otras culturas suelen convertirse fácilmente en competentes inconscientes. Tienen las diferencias ya tan interiorizadas que no reparan en ellas y además no les suponen ningún problema. Este último grupo tiene grandes ventajas personales y profesionales ya que aprenden a moverse con naturalidad entre culturas y a disfrutar de la diferencia.

Saber sobre estas fases también puede ayudar en la dirección contraria. Ahora si Juan escucha a un extranjero exigir que le den de comer a las 17,00 hrs., porque ya está hambriento, quizá se arme de paciencia (como hizo el camarero mexicano) y le explique que en España a esa hora las cocinas de los restaurantes están cerradas. Con suerte esto le ayude a salir de la fase de incompetente inconsciente para llevarlo por las otras fases.

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¿Normas o relaciones?

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Foto: Patricia García Garrido

En un taller sobre ética e interculturalidad se planteó a los alumnos procedentes de muy diversas culturas la siguiente situación:

Imagina que vas en un coche con un tu mejor amigo. Él va conduciendo por encima del límite de velocidad permitido. En un descuido atropella a un peatón. El abogado de tu amigo te dice, antes del interrogatorio policial, que si dices la verdad de lo que ha ocurrido tu amigo puede tener graves problemas. La pregunta es: ¿hasta qué punto crees que tu amigo puede esperar que mientas por él?

En un primer momento las respuestas fueron variadas e incluso, en muchos casos, radicalmente opuestas. Mientras que para unos era evidente que no iban a dejar tirado a su amigo (hermano, primo, etc.), otros consideraban que en ningún caso su amigo podía esperar que mintieran por él. Los primeros alegaban que eso sería exactamente lo que ellos esperarían de sus amigos en la situación inversa y los segundos explicaban que su amigo estaba incumpliendo las normas y por tanto era su responsabilidad.

Cuando la discusión entre unos y otros estaba empezando a calentarse, un alumno preguntó qué le había pasado al peatón. En ese momento curiosamente se polarizaron todavía más las opiniones. Los que en un primer momento consideraron la posibilidad de mentir con tal de ayudar a su amigo, comentaron que lo harían todavía más convencidos si el peatón había muerto o estaba gravemente herido. Si decían la verdad, su amigo podría ir a la cárcel y eso sería realmente grave. Mientras que los otros, por su parte, alegaban que a mayor gravedad del estado del peatón, más obligación tenían de decir la verdad. En otras palabras, que si hubiera sido una cuestión leve (o un rasguño como quien dice) quizá se podrían plantear proteger a su amigo, pero tratándose de algo tan grave estaban obligados a ser sinceros independientemente de las consecuencias.

El interculturalista holandés, Fons Trompenaars, divide las culturas en universalistas y particularistas atribuyendo distintos grados de universalismo/particularismo a cada una. El dilema anterior pertenece a su libro Riding the Waves of Culture* y se suele utilizar habitualmente en este tipo de sesiones.

Trompenaars explica como en las culturas tendentes al universalismo priman las normas por encima de las relaciones. Estas culturas están basadas en reglas y procedimientos claros y consistentes. En las sociedades particularistas, sin embargo, la gente considera que las circunstancias y las relaciones particulares determinan las normas de la sociedad en la que viven. Son más flexibles y están dispuestos a hacer excepciones dependiendo de las situaciones y las personas involucradas. Es decir, la respuesta a una determinada cuestión puede cambiar dependiendo de quién se trate y en qué momento se presente. Para un universalista las leyes y las normas son iguales para todos y, aunque se intentan hacer siempre acordes al bienestar de la mayoría, no se contemplan las excepciones.

Hay que tener en cuenta que ambas culturas tienen ventajas y desventajas. Las universalistas, “donde la norma es la norma”, pueden llegar a pecar de extrema rigidez llegando a resultados exagerados o no deseados por la mayoría. En las particularistas se corre el riesgo contrario. El ser demasiado flexible con las reglas puede provocar favoritismos, tráfico de influencias e incluso corrupción, ya que se tiende a ser más laxos con los familiares y conocidos y en los momentos más convenientes.

En un entorno laboral, por ejemplo, si siendo particularistas nos encontramos con un universalista (explica Trompenaars) tenemos que estar preparados para argumentos racionales y profesionales presentados de manera clara y concisa sin “marear mucho la perdiz”. Si, por el contrario, somos universalistas y tratamos con particularistas, nos encontraremos con situaciones particulares o “excepcionales” y con la importancia de cultivar la relación personal antes de ir al grano.

Aunque cada uno de nosotros tenemos valores y principios diferentes de los que dependen nuestra inclinación más universalista o particularista, no cabe duda de hacia donde tiende la cultura española en comparación con, por ejemplo, nuestros vecinos de norte. Quizá una reflexión colectiva sobre el tipo de sociedad en la que realmente queremos vivir nos haría comprender ciertas ventajas de las posturas más universalistas frente a las particularistas, acercándonos así a un termino medio. Al fin y al cabo ahí, dicen, se encuentra la virtud.

Tan perjudicial es desdeñar las reglas como ceñirse a ellas con exceso.

Juan Luis Vives (1492-1540). Humanista, filósofo y pedagogo español.

* Trompenaars, F., & Hampden-Turner, C. (1998). Riding the waves of culture (p. 162). New York: McGraw-Hill.

¿Somos tolerantes? ¡Por supuesto!

La competencia intercultural es la habilidad de comprender el comportamiento, pero, sobre todo, las actitudes, las creencias y los valores que encontramos en otras culturas. Es decir, es la capacidad para entender y respetar sinceramente la forma de vida y los comportamientos ajenos a través del conocimiento de los valores y las creencias en los que se basan. Así dicho parece sencillo. Al fin y al cabo somos gente tolerante, abierta y flexible ¿no? Vamos a hacer un pequeño test:

¿Le gusta viajar? Sí. ¿Le gusta/gustaría aprender idiomas? Sí. ¿Le gusta leer o ver películas documentales sobre otros países o culturas? Sí. ¿Tiene usted algún amigo extranjero? Sí. ¿Tiene usted algún problema con que otra persona profese otra religión distinta a la suya? No. ¿Y otra ideología? No.

Pues eso, no se hable más. Usted parece una persona culturalmente muy competente.

¡Un momento! Contestemos unas preguntas más:

¿Cena usted a las seis de la tarde? No, hombre, no, eso es la hora de merendar. ¿Invita a cenar a su mejor amigo con tres meses de antelación? ¡Qué falta de espontaneidad! (risa). ¿Se lava usted los pies en el lavabo? Uy, no, como voy a hacer eso. ¿Ofrece de su comida a los demás antes de empezar? Sí, claro, es una norma de cortesía. ¿Le pregunta a sus compañeros de trabajo por sus parientes enfermos? Eso también es cortesía. ¿Aclara usted los platos después de fregarlos? Por supuesto, todo el mundo lo hace. ¿Come usted caballitos de mar? No, qué asco. ¿Y pulpo? Ah, eso sí.

Quizá nos hemos adelantado un poco. Y es que hay muchas cosas que tienen que ver con la cultura y ni siquiera nos damos cuenta. Nos parece que están mal hechas, son raras o son síntomas de mala educación. Lo de la mala educación es a lo que más nos gusta acudir cuando vemos a alguien comportarse de manera “extraña”. Hace poco oí a un profesor regañar a un estudiante asiático tachándole de “maleducado” porque cuando le hablaba “ni siquiera” le miraba a los ojos. El estudiante seguía sin mirarle mientras le explicaba que en su país mirar a los ojos a un profesor (o a alguien que esté jerárquicamente por encima) es una falta de respeto.

Todo esto es parte de nuestro comportamiento pero proviene de cuestiones más profundas. Si no hacemos nada por entender los valores y creencias de los demás es muy posible que muchas cosas relacionadas con su forma de actuar nos fastidien, curiosamente a veces las más insignificantes.

Además, no hay que olvidar que la competencia intercultural es fundamental en nuestros días. Integra la habilidad de comunicarse y funcionar de manera eficaz dentro de entornos multiculturales o internacionales, que cada vez son más habituales. Hay que pensar que casi todas las profesiones en un futuro no muy lejano (y no me refiero sólo las que requieren estudios universitarios) contarán, probablemente, con al menos un componente multicultural e internacional. Es decir, viviendo dentro o fuera de nuestras propias fronteras posiblemente trabajemos con personas de otras culturas y, entonces, no habrá duda de si realmente somos competentes interculturalmente.
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Foto de: Patricia García Garrido

Intercultural Communication Adventure

https://www.youtube.com/watch?v=PSt_op3fQck

Cristina, española, 23 años

En una residencia de estudiantes en el norte de Europa se pidió a los estudiantes internacionales, que acababan de llegar al país donde iban a pasar nueve largos meses, que se reunieran en una gran sala llena de mesas destartaladas y viejos sofás para una primera sesión de información. Para romper un poco el hielo los organizadores pusieron una mesita con café, té y unas pequeñas galletas con sabor a canela. Después de hablar de las normas y cuestiones más importantes de la casa, se les pidió a todos que se presentasen: quiénes eran, de dónde venían, qué les interesaba, etc.

La primera ronda fue muy breve. Los estudiantes un poco tímidos, ya que para la mayoría era su primer día, se limitaron a decir el país del que provenían: “Estados Unidos, Holanda, Canadá, Turquía, España, Corea, Inglaterra, Croacia, Suecia etc.” Cuando se les pidió que elaboraran un poco más la respuesta, hablando, por ejemplo, de su familia o su ciudad natal, la conversación se empezó a animar. Resulta que el padre de la holandesa era británico; el canadiense provenía de la parte francófona de Canadá, pero iba a la universidad en Vancouver; el español tenía madre francesa y abuelos canarios; el turco había vivido toda la vida en Alemania, aunque su familia era de Ankara; el inglés nació en Londres, pero se crió en Escocia; los padres de uno de los norteamericanos eran de Taiwán; y los padres de los otros de la India; una americana que vivía en California, había nacido en México; otro tenía una abuela española; la sueca no tenía familia de otras culturas, pero vivía en una zona donde mucha gente se consideraba danesa.

Una vez repasado el tema geográfico, la conversación continuó (ahora mucho más entretenida) y se alargó hasta bien entrada la madrugada. Hablaron de la idea que cada uno tenía de sí mismo y de cómo habían llegado hasta allí. Debatieron sobre aquello que consideraba que les definía; de su identidad, aunque no lo formularon exactamente así. Algunos hablaron de religión (un luterano, un presbiteriano, un musulmán, dos de católicos, un hindú y varios ateos) y otros de su afiliación política (conservadores, socialistas, ecologistas… había de todo). Muchos se enmarcaron dentro de sus roles en la sociedad. Desde estudiantes de políticas, de biología y de empresariales, a un “casi” periodista, un profesor de francés o una futura empresaria en la rama de la tecnología. Uno además comentó su tendencia sexual, otro contó que era padre de un niño de 6 años y una habló de su gran afición por el paracaidismo. Después de un rato habían pasado de ser John el americano, Frans el holandés o Sara la española a Sarah (con h al final), mujer, de madre norteamericana, estudiante de posgrado, con familia en Argentina, profesora de inglés, ecologista, colaboradora con ONGs y aficionada a la escalada.

Pasaron los días y poco a poco iban comprendiendo que su identidad y su bagaje cultural eran más amplios y complejos de lo que pensaron inicialmente. Encontraban actitudes ante la vida que tenían en común y otras que definitivamente los separaban. Cada sábado se reunían espontáneamente a la hora del desayuno y las conversaciones iban desde pesos y medidas hasta sistemas educativos. Se hablaba en inglés, español, francés, alemán, sueco y  coreano; aunque el inglés se estableció espontáneamente desde el principio como lengua común. Era un inglés raro, ese que manejan aquellos que por encima de todo quieren comunicarse y hacerse entender, independientemente del acento o las correcciones gramaticales. Esa lengua nueva, globalizada, que permite conocer a otros, aprender de ellos y mantenerlos como amigos, aunque a veces se mezclan tantas palabras de otros idiomas que nadie se entera de nada.  

Con el tiempo se rompieron estereotipos y se confirmaron algunas generalizaciones como que los españoles suelen cenar tarde, los holandeses normalmente hablan muchos idiomas o que los coreanos en su mayoría comen mucho arroz. Pero, sobre todo, aprendieron sobre sí mismos y a reconocerse a través del reflejo de los otros. Cuando volvieron a casa ya ninguno era la misma persona.

El misterio final es uno mismo.

Oscar Wilde (1854- 1900). Escritor, poeta y dramaturgo irlandés.

ENLACES DE INTERÉS

Intercultural Training: How Self-Awareness leads to Cultural Awareness

https://www.youtube.com/watch?v=bkz_MmN0wQk

http://www.kwintessential.co.uk/cross-cultural/communication-awareness-training.html

Cosas raras

Recientemente un estudiante norteamericano me dijo: “me parece rarísimo que en España cuando es tu cumpleaños tengas que invitar a tus amigos. En Estados Unidos es exactamente lo contrario, te invitan ellos a ti”.  Al día siguiente, en una redacción para su clase de lengua española sobre las últimas novedades de la semana, escribió: “Fue el cumpleaños de mi profesora y tuvo que invitar a sus amigos a tomar algo”. Ojalá todas las diferencias entre las personas que habitamos este mundo fueran tan sencillas de explicar. Yo lo hago de esta manera y tú de esta otra. ¡Qué curioso! Y, sobre todo, ¡qué fácil! Un pequeño intercambio de opiniones sobre quién invita a quién y ya está.

Sin embargo, la mayoría de personas tenemos una combinación compleja y sutil de valores, creencias, actitudes y comportamientos. Mucho depende de nuestra personalidad, nuestra herencia cultural y la manera que tenemos de percibir el mundo que nos rodea. Cuando nos encontramos con otras culturas tendemos, en el mejor de los casos, a catalogar de raro o exótico aquello que no podemos entender o que no encaja en nuestros esquemas mentales. Desgraciadamente a veces incluso lo rechazamos, lo ridiculizamos o lo criticamos y, en ocasiones, lo hacemos sin darnos cuenta.

Casi siempre, además, tenemos una opinión de lo que es mejor. Cuántas veces no decimos u oímos decir a otras personas «lo que tienes que hacer es…», «lo mejor sería que…», ¡a quién se le ocurre!, etc. Lo mejor siempre parece que es hacer las cosas como las haríamos nosotros o como creemos que deberían ser. Apelamos al sentido común sin darnos cuenta de que muchas veces es “nuestro” sentido común el que ponemos en práctica; es decir, nuestra idea de lo que nos parece razonable. Por ejemplo, en España comer un primer plato, un segundo plato y un postre a las 2:30 o 3 de la tarde nos parece muy razonable. Un sándwich a las 12 de la mañana no es comer (dirían muchos) aunque una gran parte del mundo lo haga así (y no sean las 12 de la mañana para ellos, sino de la tarde).  Comernos un perro nos parece una barbaridad, pero comemos corderos y cerditos alegremente. ¿Por qué? Simplemente porque así lo hemos aprendido. Nuestros padres, profesores y, en definitiva, nuestro entorno funciona así y así nos lo han enseñado. Hasta ahí todo va bien. De hecho, si no aprendiéramos a adaptarnos a nuestro entorno, muy probablemente, no sobreviviríamos. Por lo tanto, establecemos categorías mentales necesarias para poder interpretar el mundo que nos rodea y clasificar en ellas lo que nos resulta desconocido o poco familiar.

El problema, en realidad, comienza cuando esas categorías mentales se vuelven tan rígidas que no somos capaces de entender por qué otros (en otros entornos culturales, con otros profesores, otros padres y otras familias) hacen las cosas de manera diferente. Ni mejor, ni peor, simplemente distinta. Pero cuidado, eso no necesariamente quiere decir que nos tenga que gustar hacer las cosas como las hacen otros. El mes pasado oí una conversación entre dos adolescentes; un español y un extranjero. El español le decía al extranjero: «Aquí en Segovia hay que comer cochinillo». A lo que el otro respondió: «Pero es que yo soy vegetariano». «Da igual, aquí tienes que comer cochinillo porque está muy rico». No pude saber en que acabó la cosa, pero me imagino que uno de los dos terminó bastante molesto.

Un buen punto de partida, para entender las diferencias culturales y entrenar a nuestro cerebro a ponerse en distintas perspectivas, es reflexionar sobre nuestra propia identidad cultural. ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra herencia cultural? ¿Con qué costumbres, valores e ideas nos identificamos? Esta reflexión nos ayudará a entender que nuestra cultura, sea cual sea, también la hemos aprendido y no es universal. Si hubiéramos nacido en cualquier otra parte del mundo probablemente “lo normal” sería muy diferente.

EJERCICIOS INTERESANTES

Ejercicios de percepción

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Cada día más internacionales

Últimamente se habla mucho de la internacionalización. Aunque nos cueste mucho pronunciarlo, “IN-TER-NA-CIO-NA-LI-ZA-CIÓN”, todo lo queremos internacionalizar; las empresas,  los colegios, las universidades, las organizaciones, etc. Incluso a nosotros mismos. De una manera u otra queremos ser internacionales e interculturales. Viajar, hablar idiomas, conocer el mundo, tener amigos extranjeros… poco a poco nos estamos convirtiendo en pequeños (y algunos en grandes) aventureros. Como los trotamundos de tiempos pasados tenemos ganas de explorar, expandirnos, vivir intensamente y no perdernos nada de nada.

Pero ¿qué quiere decir realmente internacionalizar (se)?

Hasta hace poco se tenía la creencia de que la internacionalización consistía en hablar idiomas.  Si hablabas inglés y tenías alguna influencia extranjera (preferiblemente de un país occidental y del norte) tenías mucho ganado. Con el tiempo viajar a otros países, a cualquier otra cultura, empezó a ser un plus. Se escribía en las cartas de presentación como hobbies, viajar y leer (ojalá esto hubiera sido siempre cierto porque ahora, sin duda, viviríamos en un mundo bastante mejor). En cualquier caso, sabíamos que estar en contacto con otras culturas, aprender de ellos y experimentar diferencias nos hacía de alguna manera mejores personas, quizá más capaces y, sin duda, más espabilados. Era difícil de verbalizar pero, internamente, lo intuíamos. Además, lo empezaron a entender así nuestros padres y, desde luego, lo tenían muy claro aquellos que nos iban (o no) a contratar. Lo que ninguno sabíamos exactamente era el porqué.

Con el tiempo se empezó a comprender que detrás de aquel curso de verano en Irlanda, de ese trabajo en una tienda de ropa en Londres, el colegio bilingüe o la Beca Erasmus había mucho más que aprender que un idioma. Sin embargo, seguía resultando difícil de explicar; especialmente a otras personas que no habían vivido nada parecido. Los que tuvimos que justificar en nuestras universidades cosas como por qué no habíamos tomado la asignatura de Sistemas Políticos Españoles del siglo XIX en el norte de Holanda, lo sabemos bien. En mi generación, una de las primeras Erasmus, hubo que dar muchas explicaciones: que no se trataba de un año de vacaciones pagadas, que habíamos aprendido muchas cosas aunque no todas fueran académicas, y, que sí, que nos lo habíamos pasado pipa pero sobre todo habíamos vivido y sobrevivido, y aunque no nos dimos cuenta hasta más tarde, nos sentíamos más completos, llenos de energía y probablemente más fuertes.

Hoy en día, afortunadamente, ya no hay necesidad de dar tantas explicaciones. Sin embargo, todavía nos cuesta ordenar y procesar la cantidad de sentimientos, habilidades y, en general, aprendizaje –tanto personal como académico y profesional- que suponen las experiencias internacionales. En realidad no se trata de viajar, ni de aprender idiomas, ni estudiar con extranjeros lo que en sí te completa. Se trata, más bien, de vivir una experiencia que te saca de tu zona de confort, pues te acerca a gente que no piensa, ni vive, ni habla, ni hace las cosas como tú y, poco a poco, aprendes a apreciar el beneficio mutuo de las diferencias que os separan. Seguramente es mucho más fácil decirlo (o escribirlo), que hacerlo, pero no por ello hay que dejar de intentarlo. Mi objetivo es empezar a interiorizar, desarrollar y, en la medida de lo posible, trasmitir verdaderas competencias interculturales que en un futuro nos permitan a todos vivir en un mundo más tolerante y pacífico. Ojalá nos encontremos ahí.

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ENLACES DE INTERÉS

El Estudio sobre el Impacto de Erasmus confirma que el programa de intercambio de estudiantes de la UE mejora la capacidad de inserción y la movilidad profesionales.

 

Vivir entre culturas

«La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran»

Paul Valéry (1871-1945), poeta, ensayista y filósofo.