Cuando hablamos de diferencias culturales la comunicación, sin duda, tiene un papel protagonista. Incluso dentro de una misma cultura hay miles de cuestiones curiosas a las que debemos de prestar atención. Si, además, la comunicación es internacional e intercultural, nos encontramos con muchas más; desde grandes malentendidos que pueden ocasionar muchos problemas, hasta situaciones que afortunadamente nos hacen reír.
Una de las diferencias más notorias en el tipo de comunicación es lo directo o indirecto que se presenta el mensaje que queremos trasmitir. Mientras que en países del norte de Europa como Holanda, Alemania o Dinamarca un sí es un sí y un no es un no y no hay lugar a dudas, en España un no sin más, ante una invitación a cenar por ejemplo, nos parece un tanto abrupto y preferimos utilizar otras fórmulas con la idea de no herir los sentimientos ajenos.
El famoso antropólogo Edward T. Hall habla de culturas de bajo y alto contexto. La comunicación en las culturas de bajo contexto suele ser específica, detallada y precisa. Las instrucciones y explicaciones se dan por escrito y el mensaje se presenta claro y directo. Las culturas de alto contexto, sin embargo, son menos directas y ponen más énfasis en las relaciones humanas. Muchos contratos son verbales y se basan en la confianza mutua.
España es, más bien, una cultura de alto contexto. Es decir, nuestros mensajes suelen estar más codificados que en las culturas nórdicas o anglo-sajonas. Normalmente tenemos que leer entre líneas e interpretar las palabras de nuestro interlocutor, muchas veces a través del lenguaje no verbal. El peligro de este tipo de comunicación es que en ocasiones el mensaje no queda del todo claro. Para algunos extranjeros, sobre todo del norte de Europa, es casi una misión imposible intentar adivinar que está realmente queriendo decirle un español cuando le dice “a lo mejor”, “ya nos veremos” o “un día de estos”.
Ahí va una anécdota de un buen amigo durante su primer mes en España:
Septiembre de 1995, un estudiante Erasmus holandés entra en un bar del madrileño barrio de Ciudad Lineal. Después de casi una semana encerrado en un piso sin haberse relacionado prácticamente con nadie (más allá de la farmacéutica, el frutero o el cajero del banco) por fin conoce a unos españoles. Allí apoyados en la barra con los pies empapelados de servilletas: Luis, Miguel y Jose Antonio, tres madrileños de pura cepa (de esos que tienen, por ejemplo, padres asturianos, segovianos o zamoranos) charlan y se ríen a carcajadas. Nuestro amigo holandés aprovecha el despiste de unos de ellos, que olvida momentáneamente un jersey sobre un taburete, para entablar conversación.
—Así que holandés, ¿eh? ¿Con una beca de intercambio dices? —En aquel entonces el término Erasmus no se conocía mucho—. Pues mi hermano estuvo una vez en Ámsterdam —dice Miguel.
—Sí, qué bien. Yo soy de Maastricht, del sur, pero mi universidad es en el norte.
—¡Muy bien, tío! Y, ¿qué tomas? ¿Caña? ¿O prefieres un tinto?
—¿Tinto? ¿Una Serveza, por favor?
—Pues eso, Manolo, ponle una caña al chaval, anda.
El holandés muy educadamente saca su cartera y se ofrece a pagar la ronda (eso es lo que le han dicho que hay que hacer en España; ofrecerse a pagar la ronda de todos).
—No, tío, no. Tú pagas otro día —le dice Luis.
Después de casi hora y media de conversación y varias cañas después, los españoles dicen que se van.
—Ah, gracias, lo paso muy bien. Otro día, otra vez, ¿sí?
—Sí, sí, claro, otro día.
—¿Viernes también?
—Sí, sí, los viernes. Todos los viernes.
—Ah, ¡qué bueno! ¿Tu teléfono es…?
—No hace falta, aquí estaremos tomando algo como siempre.
—Sí, tío, aquí estamos todos los viernes, fijo.
—¿A las 9 p.m.?
—Las 9 ó las 10…
—¡Ah, qué bueno!
Nuestro amigo holandés vuelve contento a su casa. ¡Ya tiene amigos españoles! El viernes siguiente se presenta en el bar a las nueve en punto. Espera hasta las 10:30, pero no pasa nada, nadie aparece por allí. Se va entre preocupado y decepcionado. ¿Habría entendido mal?
A la semana siguiente vuelve otra vez por si acaso. Ni rastro de los españoles. Ya ha pasado casi un mes y el holandés cada día se va adaptando más a la ciudad y a la cultura mientras aprende expresiones nuevas como «hablar por hablar». Empieza a relacionar ideas, se acuerda de sus amigos del bar y se ríe.
En la otra punta de Ciudad Lineal, jugando al futbolín en otro bar cualquiera, Luis le dice a José Antonio:
—Oye, qué majete el holandés del otro día ¿no?
— Sí, tío, muy simpático ¿por dónde andará? A ver si vamos a Ámsterdam a verle un día.
—Sí, tío, este verano, fijo.
El mayor problema en la comunicación es la ilusión de que se ha logrado.
George Bernard Shaw (1856-1950) Escritor irlandés, ganador del Premio Nobel de literatura en 1925.